Aquí la muerte es una fiesta en la que aquellos que se fueron vuelven para pasar una noche entre los vivos.
Durante el Día de Muertos que México celebra cada noviembre desfilan las flores, el tequila y la música. En las calles se baila y en las casas se come pan azucarado porque no se lamenta la ausencia, sino que se celebra la vida.
No hay fecha o sitio preciso que marque su origen en la historia, pero se sabe que el Día de Muertos nació de costumbres prehispánicas que comenzaron a modificarse tras la conquista española y la llegada del Catolicismo en 1521. El doctor Andrés Medina, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, explica que el punto de partida está en las creencias relativas al cultivo en Mesoamérica.
“En la mitología, el maíz es enterrado al sembrarlo y ese personaje que es el maíz lleva una vida subterránea durante un periodo para luego reaparecer como planta”, dice.
“Está muy bien expresado en el Popol Vuh, donde dos hermanos se van al Inframundo y narran sus aventuras para luego reaparecer en la forma de caña de maíz”, añade en referencia al libro sagrado del pueblo indígena maya que narra su historia y mitología.
Bajo esa concepción, el grano de maíz es semilla. Es hueso y principio de vida. De ahí que cada Día de Muertos el esqueleto sea el ídolo bajo los reflectores: los hombres y mujeres se maquillan como calaveras y en las figuras sonrientes de los carros alegóricos no existe la piel.
Esa noción del retorno de los huesos al mundo de los vivos es también lo que explica las ofrendas: al igual que las semillas bajo la tierra, los muertos desparecen transitoriamente, pero vuelven como la cosecha que se espera cada año.
Las familias que añoran el retorno de sus difuntos montan un altar para ellos. La mayoría suele incluir papel picado y velas, pero no hay uno igual a otro porque todos reúnen aquello que al ausente le gustaba en vida. Puede haber fotos, cigarros y una botella de mezcal por aquí o un plato de mole, tortillas y chocolates por allá. Las infaltables son las flores de cempasúchil, que son originarias de México y suelen tapizar de naranja las calles, casas y balcones desde finales de octubre.
Medina explica que la disposición del altar tradicional sigue un patrón que representa los niveles del mundo y la cosmovisión mesoamericana. En la parte alta se colocan fotos de los difuntos, en medio las velas, frutas y flores, y en la inferior la comida. “En la medida en la que se han ido perdiendo las lenguas indígenas se ha ido perdiendo el sentido, entonces la gente lo hace intuitivamente. Donde se han mantenido las lenguas indígenas, sí sigue viva la tradición”.
El acomodo del altar no es lo único que se ha modificado. Según el experto, las expresiones públicas e institucionales de la fiesta también han evolucionado. Es decir, aunque actualmente el gobierno organiza un desfile capitalino en el que participan cientos de personas, en su faceta más tradicional suele reservarse a los espacios privados. Por un lado están los altares caseros y por el otro las visitas que las familias hacen a los cementerios para decorar las tumbas de los suyos, servirles su comida favorita y contratar a músicos que toquen los sones que les gustaba cantar.
“Se sigue haciendo como una bienvenida a los muertos, pero se han ido elaborando expresiones —sobre todo nacionalistas— a raíz de la Revolución”, cuenta Medina, en alusión al conflicto armado que inició en México en 1910. “A partir de 1920 comienza a recuperarse la tradición de los pueblos indígenas, pero no adquiere la forma masiva que tiene ahora”.
Otro elemento que con el tiempo ocupó su propio espacio simbólico es el pan de muerto. Actualmente su receta varía según el gusto de cada chef, pero en sus inicios su cuerpo redondo se nutrió del trigo y el azúcar que trajeron los españoles, mientras que su decoración simula los huesos sagrados de la cosmovisión mesoamericana.
La elección de la fecha del festejo también fue resultado del encuentro de dos mundos. Tras la llegada de los conquistadores se mantuvo la esencia del ritual indígena, pero se decidió ajustar al calendario católico, que celebra la fiesta de Todos los Santos el 1 de noviembre. En la actualidad en esa fecha se recuerda a los niños fallecidos y el día 2 a los adultos.
En medio del Zócalo de Ciudad de México, rodeada por altares representativos de todos los estados de México, Paola Valencia cuenta que la tradición es muy especial en su ciudad de origen: Santa Cruz Xoxocotlán, en Oaxaca.
“Me encanta porque me recuerda que (los muertos) siguen entre nosotros”, asegura emocionada.
La joven de 30 años dice que en su pueblo se construyen altares grandes y aunque eso implica mucho trabajo, en su comunidad es motivo de orgullo. “Hay veces que hasta me dan ganas de llorar. Nuestros altares dicen quiénes somos. Somos muy tradicionales y nos encanta sentir que ellos (los muertos) van a estar con nosotros aunque sea una vez al año”.
A sus espaldas, cientos de mexicanos se toman fotos con diferentes catrinas, como se conoce a las calaveras vestidas con sombrero y ropa de gala inspiradas en los grabados de José Guadalupe Posada, un artista mexicano que retrató los pesares y alegrías del pueblo de principios del siglo XX.
Todos sonríen porque aquí la muerte también es vida. Aquellos que se fueron siguen entre nosotros para compartir la mesa, bailar al son de la música y partir juntos el pan.